Lo que nos
separa
Característica
de tiempos en que flaquea la firmeza doctrinal y la
lealtad a los principios, es el pensamiento de esa
llamada doctrina del mal menor=bien posible; es decir,
del todo da lo mismo, y todos somos iguales: personas y
familias; municipios y regiones; nacionalidades y
Nación; patrias y Patria. Y no es así. No fue así,
ciertamente, en la reciente historia de España, ni lo es
en la actualidad.
Precisamente con el título, El fracaso de una táctica y
el camino de la restauración, el Padre Vélez, escribió
un libro, editado en julio de 1936, que era una crítica
de la táctica de la CEDA, en los años anteriores al
Alzamiento. Autor y libro desaparecieron. El Padre Vélez
asesinado en la zona roja; su libro, raído de las
linotipias. La táctica preconizada, de colaboración a
ultranza, fracasó rotundamente. Con las mismas palabras
de Gil Robles, fundador y jefe de la CEDA: «No fue
posible la paz».
¿Con qué y con quiénes se preconizaba entonces la
colaboración? Pues con los principios, con las gentes,
con los partidos políticos, con concepciones
ideológicas diametralmente opuestas. Y esta
colaboración se preconizó, distorsionando incluso la
doctrina pontificia, en favor de la que Rafael Gambra
llamó: «Táctica adhesionista y paralizadora».
Víctor Pradera, asesinado casi al mismo tiempo que el
Padre Vélez, escribió el prólogo al libro de éste.
Resumió en él lo antinacional de la táctica cedista
con estas palabras:«Elevar a norma las excepciones, que
la prudencia circunstancial puede aconsejar, es subvertir
los fundamentos de la moral. El mal menor no es apetecido
por la voluntad, porque ningún mal puede serlo. El mal
menor, como todos los males, se soporta. Sólo por
aberración puede ser proclamado como fin de una
política, como algo que ha de ser querido y alcanzado.
El bien posible quedó reducido a aquél que la buena
voluntad del enemigo nos permitiera alcanzar. Tal
doctrina se redujo a esto: siendo los católicos
incapaces de alcanzar el bien por sus esfuerzos,
finalidad de ellos ha de ser un mal menos grave, o el
bien, en su caso, que el enemigo quiera tolerarles. Una
política inspirada en tal subversión de valores
-concluía Pradera- no podía dar otros resultados que
los que nos punzan en nuestra carne y en nuestro
espíritu».
Desde 1977 se vuelve a predicar la misma doctrina. La
reforma de las leyes sobre familia, junto con sus
lógicas derivaciones (ley del aborto, leyes sobre la
enseñanza religiosa). Ganó, pues, aquella táctica. Los
que se autoproclamaron católicos, abrieron el paso a una
política anticristiana, antihumana. Se quisiera o no,
fue así. Y sigue siendo así actualmente; pues después
del gobierno del PSOE, con su táctica a estos efectos
del mal mayor, el gobierno del PP parece reanudar el
camino de UCD y, aunque sin tanta extremosidad, el de la
CEDA.
En todos los campos, aun en el de menores implicaciones
religiosas o morales, la táctica del mal menor debe
rechazarse. No hay mal menor sin bien posible en unos
consensos o pactos al margen o en contra del bien común
-bien común que no es el bien de la mitad más uno- que
hubieran hecho imposible la división de España; y que,
en cambio, hacen posible y dan la razón a irracionales
racismos vueltos hacia una oscuridad de siglos muertos.
Mirar hacia atrás ha de valer como lección para no
sumergirnos en el pasado. Recordemos que el separatismo
catalán obtuvo de aquella caótica República del 31 al
36, la carta semi-estatal del Estatuto, raiz de
inmediatas sediciones. Recordemos que una minoría
parlamentaria vasco-navarra pretendió también entonces
un estatuto análogo, esgrimiendo el argumento de la
persecución anticatólica en el resto de España y la
conveniencia de poner un «dique autonomista para
preservar la religiosidad del país». Una postura
combatida enérgicamente por Pradera: «Soy -decía-
enemigo de un estatuto que nos conceda un régimen (el
republicano) anticatólico. El deber español y católico
es robustecer la unidad patria para que España salga del
caos con fuerza para reconstruirse».
Años antes que Pradera, el vizcaíno, diplomático y
poeta Ramón de Basterra sabía también lo que le
separaba de aquellas tácticas. Hoy lo saben asimismo
muchos españoles, otra vez desengañados de los
políticos del mal menor y del bien posible. Entonces se
experimentó lo que ahora se vuelve a recordar, que
«cuando el pasado nos está cerrado como un muro de
piedra y hay tan violentas fuerzas contenidas como en
nosotros se revuelven no hay otro cauce de escape que lo
venidero». Esto se llama unidad nacional.
En 1931 se pactó con el error. En 1977 hubo consenso. En
1999 tal consenso permanece. Olvidamos así la lección
de que los pactos con el error y con el mal, al someter a
la verdad y al bien, son pactos de desunión y no de
unión. Olvidamos que no puede ser lazo de unión aquello
que se aborrece.
Javier Nagore Yárnoz
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