Ofensa
premeditada
1. El
hecho. Se sabía desde antes de comenzar el año que, en
los primeros días de marzo, se podría asistir a un
acontecimiento singular: el acto de beatificación más
numeroso de la Iglesia universal.
En cierto modo, ya vimos, unos meses antes, algo que lo
anunciaba. El 7 de mayo del pasado año el mundo pudo
contemplar, en su más adecuado escenario, el Coliseo
romano, la insólita ceremonia ecuménica de la
exaltación de los mártires de la fe de todas las
confesiones cristianas a lo largo del siglo XX. En un
mundo dominado hasta la saturación por el hedonismo y el
indiferentismo religioso, era la proclamación de la
fidelidad heroica hasta el sacrificio supremo por la fe
que se profesa. La presentación a la luz del día de una
realidad a contrapelo del mundo.
Allí también tuvieron su lugar los que ofrecieron su
sacrificio en España en los dolorosos días que ésta
conoció en el período trágico de 1934 a 1939. Ahora,
el 11 de marzo, la celebración era más concreta y con
un contenido preciso: la beatificación por la Iglesia de
aquellos, hombres y mujeres, sacerdotes, religiosos y
laicos que, en virtud de un proceso riguroso y
documentado, son mostrados ante los fieles creyentes como
beatos, exaltados por su testimonio y propuestos como
modelo por su heroísmo y, por todo ello, elevados a los
altares.
Era natural la alegría en muchos lugares. No pocas
familias habían conocido años atrás, no tantos, el
sufrimiento y la angustia de los suyos, padres, hermanos,
hijos, cuyo dolor les era realidad muy próxima, quizás
vivencias que todavía conservaban, no en la imaginación
o en el recuerdo, sino en la retina. Era necesario
compartir aquella y, si ese era el caso, identificarse
con éste, acercarse siempre con respeto y emoción, con
consideración. Por supuesto, sin ofender.
2. Un fraude y una vergüenza. Mientras se colocaban las
sillas en la Plaza de San Pedro, ya estaba concluida la
tirada de un nuevo título por la editorial Planeta. Las
existencias se repartieron por toda España rápidamente.
Los "Wips" exhiben la novedad. Luciente de
color, la cubierta muestra una carmelita, bonita de cara,
podía haber sido de joven la Madre Maravillas, en las
manos, abrazado sobre el pecho, un crucifijo. El título
gritaba agresivo: pecado escarlata, autor: Cándido.
El domingo 18 de febrero, el Abc dominical publicó dos
páginas con una entrevista en que se relata, en
conversación con el autor: "Los periodistas éramos
considerados verdaderos lacayos del Régimen", y por
eso tuvo que someterse a una acción fraudulenta:
escribir la historia de unos mártires que exaltaría la
gloria del martirio como propaganda de la causa
nacional-franquista, como fuera (los acabará
inventando), y en mes y medio, plazo perentorio; pero él
sería sólo el "negro", porque un personaje de
renombre (un fraile) firmaría como autor, y cobraría
doce veces más de lo que recibiría Cándido, el lacayo.
El diario dice textualmente que Cándido, autor, fue
"marioneta de la Iglesia y del poder político y
social, cogida en la doble cornamenta de la Iglesia y el
poder".
El 3 de marzo, el suplemento cultural del mismo
periódico incluyó otra entrevista. Ahora, la redacción
preparó una cabecera con otra frase del homenajeado
autor: "España es un país dotado para las guerras
civiles." Justifica la acción, que él mismo
califica de falacia, y haber actuado sin conciencia,
además de haber incurrido en plagio para su
"trabajo", diciendo: "La miseria fue
moral, social, de todo orden. Los siguientes veinticinco
o treinta años fueron dramáticamente
empobrecedores.Varias generaciones no han tenido
maestros. La libertad casi fue una cosa artificial,
conseguida, fabricada, conquistada. A nosotros nos tocó
vivir en la libertad como una cosa que se pone encima de
la mesa y que te la pueden tirar a la cabeza."
La acusación a la Iglesia se hace más directa: el libro
es una denuncia de todo eso. "Y también, porqué no
decirlo, del oportunismo de la Iglesia. Un oportunismo
constante, milimétrico. La Iglesia metía bajo palio a
Franco: los obispos alzaban el brazo, eran
nacionalsindicalistas..." Y agrega: "Durante
muchos años estuvimos alimentándonos con los muertos .
Los muertos por Franco, los muertos por la Guerra Civil,
los muertos de la Cruzada, eran un pasto con el que
engordábamos nuestras convicciones franquistas."
Esta segunda entrevista precedía, en ese suplemento, a
una crítica literaria de Rafael Conte titulada
"Voltaire bajo el franquismo". Crítica
inteligente, con las esperadas concesiones al
homenajeado, pero que da algunas claves acertadas para
juzgar la que, con precisión, califica de "fábula
moral y colectiva agazapada bajo las apariencias de un
esperpento tan valleinclanesco como conceptista".
Ahora bien, no es un ejercicio de crítica literaria lo
que aquí interesa, sino medir la gravedad de una ofensa
y poder apreciar su verdadera dimensión.
3. La patología del resentimiento. El punto de apoyo
para la fabulación del libro de ahora, está ya en su
anticipo, las Memorias prohibidas (1995), un primer
ensayo para echar fuera de su conciencia una acción que
le producía repugnancia, por haberse prestado a ella en
un pasado que se sitúa en el comienzo mismo de su
lanzamiento como escritor. Ese pasado actúa de vomitivo,
pero no por eso logra alivio. El ejercicio literario no
puede tener esa propiedad. En cierto modo él mismo lo
expresa de forma gráfica en el proceso anímico que
describe y en el final que impone a su propia criatura,
ese Bernardo Rico que quiere ser trasunto del propio
Carlos Luis Alvarez "que fue".
La invención que recrea la base real de la primera
parte, la falsea de forma interesada. En la década de
los 50, él gozó de la consideración que significaba
entonces alcanzar a escribir como periodista del Abc, que
volvía a su ser. Accedió a este periódico de la mano
de Fernández de la Mora y del brazo del propio Torcuato
Luca de Tena, su director, quien, con renovados bríos,
recuperó lo que le pertenecía por su cuna.
Pero, incluso después de que Torcuato fuera cesado, el
futuro Cándido siguió gozando de la confianza y la
estima del nuevo director, Luis Calvo, como hombre
destacado de la casa. Cuando a Emilio Romero le dieron en
1957 el premio Planeta, en la cena está él. Y hace la
crónica para el diario dinástico.
Hubo hombres y actuaciones profesionales admirables,
también entonces, en aquellos años. Los ha descrito
Miguel Delibes. Se pagaban errores que hay que saber
delimitar, para no incurrir en falsas generalizaciones.
No era todo la frívola estupidez y la vaciedad que pinta
Cándido en la redacción que nos describe en su novela.
Esa es la libertad que cree haber alcanzado al pasar de
las memorias, que exigen una precisión de la que libera
el género novela.
Pero sí, hubo la sombra, que especialmente se complace
en retratar más que cualquier otra, y que se proyectó
sobre aquella realidad. Un personaje conocido por su
prepotencia en la vida real de la prensa periódica, Juan
Aparicio, a quien conocimos bien cuantos entonces
comenzamos a vivir y a tener contacto con publicaciones
periódicas o el mundo de las letras. Aparicio era muy
capaz de urdir esa operación de la que hizo cómplice a
"Cándido", y hasta me explico ahora que
adoptara el refugio volteriano de ese nombre.
Pero no puede pintársele a él "estrujado de una
manera inmisericorde", como acepta que le pinte un
redactor (Antonio Astorga), lacayo del diario ahora
antifranquista. Hay muchas formas de incurrir en
lacayunismo. Esa es una caricatura para hacerse la
víctima que no era. Mientras él se beneficiaba de
apoyos y consideraciones, hasta de escribir con mucha
libertad, muchos otros, con grandes limitaciones
trabajaban, estudiaban, hacían oposiciones, se
esforzaban en vivir con humildad y honradez.
Si él aceptó la vileza de falsear unas vidas de
mártires, para ganarse un puñado de pesetas, y así lo
confesó a Tomás Borras, es cosa suya. Pero por allí
estaba un Menéndez Chacón, o un Enrique Llovet, y
muchos otros de aquella redacción, en los mismos años,
que no se prestaron a cosas así. Tiene que haber otros
componentes para que salga la mezcla.
Además, se necesitaba dar vida a otra persona para que
la figura del "negro" se completara. El autor
fraudulento será un eclesiástico, puesto que de
mártires se trataba. Hace aparecer efectivamente, a un
benedictino, muy conocido, que intervendrá en el fraude:
sería fray Justo Pérez de Urbell (sic) abad del Valle
de los Caidos, (trocado en el padre Paciano de Jesús
Sacramentado, abad de monasterio del "Valle de los
Silbos").
Presentados los actores, Cándido teje una trama que
rebasa en mucho el aparente objetivo de inventarse unos
mártires y en realidad es una acusación a la Iglesia
como instrumento de corrupción, más que como víctima.
Tengo en mi biblioteca un ejemplar del libro que se
publicó en 1956 por el padre Justo Pérez de Urbel. El
permiso de impresión eclesiástico es el mismo que se da
en la novela, de forma que, como bien dice Conte en su
comentario al libro: "lo único exacto aquí es la
ficha del mismo".
4. La ofensa que hay que denunciar. De las varias
cuestiones que suscita este libro de Cándido, quiero
dejar de lado ésta de la existencia real de un libro
titulado Los mártires de la Iglesia. Testigos de su fe,
que firma el citado benedictino y que recibió el
imprimatur, preceptivo en aquellos años, del obispo de
la diócesis de Barcelona, a la sazón Gregorio Modrego.
Contiene una veintena de relatos de mártires, una cifra
similar a la ficción, precedidos de una Introducción,
una a manera de prólogo, un epílogo, y una que titula
"oración última". El contenido de la
introducción y el epílogo nunca hubiera podido ser ni
imaginado por Carlos Luis Alvarez, y los personajes
reales de los martirios están registrados en la
monumental Historia de la persecución religiosa en
España de monseñor Montero.
También la novela de Cándido se refiere a una veintena
de mártires, pero el desarrollo de la trama grotesca que
sigue, y que en sí es independiente del relato
irreverente sobre unos supuestos mártires, encierra el
núcleo esencial de un ataque directo a la Iglesia, en la
que se cita expresamente desde a los Papas Pío XII y
Juan Pablo II, al obispo de Valencia, al teólogo José
Patiño y, naturalmente al mencionado Pérez de Urbel,
mudado en el padre Paciano de Jesús Sacramentado.
Ese es un aspecto que, aunque contenga gravísimas
ofensas, no me interesa aquí. Abogados tienen la curia,
o la orden benedictina, o el episcopado para que se
ocupen de ello y defiendan lo que tendrán que defender.
Sí extraña el total silencio, y la indiferencia o
pasividad con que se pueda dejar correr semejante cosa
sin que se levante alguna voz. La única publicación que
podía haber denunciado con proyección el atropello, ha
guardado silencio. Hasta la fecha en que levanto la mía
para expresar mi indignación y mi consternación, sólo
he encontrado unas líneas, perdidas en un pequeño
comentario, deslizado en el Abc (19-3 2001), vehículo de
la zafia tropelía. Jorge Trías Sagnier, en una breve
columna, titulada "Mártires", confiesa, casi
compungido, "lo que me produce incluso conmoción es
ir conociendo las circunstancias del martirologio de las
233 personas que fueron beatificadas el otro día por el
Papa Juan Pablo II, personas de carne y hueso y no de las
inventadas por (aquí también ha de llegar el
innecesario elogio) nuestro amigo el admirado Cándido,
quienes murieron exclusivamente por defender su fe".
Es penosa la mofa y el veneno que ha sido capaz de
acumular el tan "admirado" Cándido, para tener
que intentar liberarse del pesado lastre que llevaba
dentro. Ha querido soltarlo en un momento en que no
podíamos esperarlo. Cuando estábamos tan ocupados en
asistir con alegría a la exaltación hasta donde no
existe el rencor ni el dolor, de aquellas y aquellos que
tanto supieron de uno y otro, y en tan alto grado.
El resentimiento requerido para inventar y escribir las
casi trescientas páginas del libro, algo que se sabe
falso y por ello lleno de maldad, nos pone ante una rara
y alarmante modalidad de increencia. No es la increencia
que advertimos dominante en nuestra sociedad, apacible y
despreocupada. Ésta es de la misma especie de los que
mataban y torturaban a personas que sólo defendían su
fe. Personas, efectivamente, de carne y hueso. Que
tuvieron sus familias, las mismas que conocieron aquellas
angustias que padecieron con ellas. Y que todavía viven
para asistir ahora a una burla horrible.
La complacencia y el elogio en casos como éste, es una
forma de asegurar el envilecimiento de la sociedad.
Fernando Murillo Rubiera
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