Mella y las
autonomías
El 25
de abril de 1919 pronunció Vázquez de Mella un discurso
en el Círculo Tradicionalista de Bilbao (Obras
Completas, tomo 26, pág. 292) cuyo carácter profético
es ahora cuando podemos comprobar y experimentar.
Sufría entonces España un centralismo administrativo y
un uniformismo político de carácter jacobino heredado
de la Revolución Francesa que en palabras de Mella
«acabó con las libertades municipales, con los gremios,
las Corporaciones, toda la antigua organización,
reuniendo el poder en un solo punto y creando el
absolutismo más tiránico, ya que éste no existe sólo
cuando lo ejerce un monarca, sino cuando lo impone un
grupo que tiene en sus manos las Cámaras que él mismo
ha creado». Provincias iguales, municipios uniformes:
todo dependiente de los Gobernadores Civiles
representantes del Ministro de la Gobernación. Sólo se
salvaron, en pequeña parte, de esa uniformación general
las provincias forales del Norte por efecto de las
guerras carlistas.
A este centralismo odioso se ha querido oponer un
autonomismo regional que linda en muchos casos con el
separatismo (el hoy llamado «Estado de las
Autonomías»), pero siempre sobre la base del Estado
liberal o democrático. La tesis de Mella en aquel
discurso fue que ese autonomismo sobre la base del
régimen individualista de partidos políticos, lejos de
crear una contención al absolutismo centralista, no hace
sino multiplicarlo y acercar su peligrosidad a las
víctimas definitivas, que son los individuos y las
familias.
El autonomismo actual cree que el centralismo estatal se
combate rompiendo o disminuyendo el vínculo de las
regiones (o «autonomías) con el poder central y
transfiriendo a éstas las competencias que eran
exclusivas de aquél. Pero la cuestión esencial no
reside en eso. Si previamente se ha establecido, con el
principio de la democracia inorgánica, que el poder
-todo el poder- procede de la llamada voluntad general o
sufragio universal, el poder seguirá estando en los
partidos políticos (o en los políticos de profesión)
que son quienes organizan y se benefician del sufragio. Y
los partidos -cualquiera sea su signo- coinciden siempre
en ampliar su poder e influencia eliminando o cercenando
las autonomías inferiores (municipios, corporaciones,
familias) que puedan oponer un límite a su indefinida
expansión. Con lo cual en cada autonomía regional se
creará inmediatamente un nuevo centralismo análogo pero
más dañino por su cercanía que aquel de que se había
partido. Porque la verdadera «soberanía social» (en
lenguaje de Mella), que debe oponerse al absolutismo de
la «soberanía política», estaba hecha en régimen
tradicional de costumbres y de fueros, de hábitos de
autogobierno y de libertad, tanto municipales como
laborales, que los pueblos defendían como su patrimonio
propio, intangible. («privilegios» en sentido
despectivo para los liberales). Si todo esto se anula o
destruye, el camino está abierto para la expansión
indefinida del centralismo uniformista, sea regional o
estatal.
Como dijo Mella en aquel discurso de Bilbao: «Si pudiera
darse un descuajamiento del Estado actual en varias
autonomías, el problema centralista volvería a darse en
cada una de ellas. La Autonomía separada con relación a
lo que existía, ¿afirmaría y establecería una
jerarquía social, el municipio autárquico, las comarcas
libres? Podéis asegurar que, por ejemplo, una Cataluña
formando Estado aparte no se habría descentralizado más
que con relación al Estado de que se había separado:
dentro del nuevo surgiría una concentración de poder
nueva que aplastaría dentro de sí el principio
autonomista. Se trataría sólo de una siembra de
centralismos en todo análogos a aquel de que se
partió».
La confirmación patente de aquella profecía de Mella la
tenemos hoy ante nuestros ojos. Tomemos como ejemplo el
caso de Navarra, la región que hasta la «transición
democrática» conservó -debido a su régimen foral- los
mayores restos restos de autonomía jurídica y
administrativa. Hasta esa década de los setenta los
Ayuntamientos de Navarra poseían, y ejercían, la
facultad de elegir a los funcionarios que a sus
respectivas comunidades iban a ser destinados. Maestro,
médico, farmacéutico, veterinario, secretario
municipal, eran elegidos libremente por el municipio
entre aquellos solicitantes que hubieran obtenido plaza
en los previos concursos u oposiciones provinciales o
nacionales. La elección se realizaba por informe o
recomendación del algún vecino que conociera al
funcionario o facultativo y que se responsabilizara
lógicamente de su informe. La seriedad de tales informes
solía venir garantizada por el temor del recomendante a
verse reprochado por sus convecinos día a día y quizá
durante décadas.
Las ventajas de este sistema de designación eran
evidentes, aunque no gustase a los profesionales. El
designado llegaba a su puesto con una actitud de gratitud
al informante a quien no debía defraudar, de respeto y
gratitud también al municipio o comunidad que le había
otorgado su confianza. Cuando, en cambio, el designado
viene parachutado desde la capital, sin consulta ni
conocimiento a veces de la autoridad local, suele llegar
al pueblo con cierto desdén hacia el mismo, al que
considera a menudo inferior cualitativa o
cuantitativamente a sus propios merecimientos
profesionales.
Pues bien: durante las dos últimas décadas, una a una,
todas esas competencias han sido sustraídas a los
Ayuntamientos cuyos funcionarios vienen hoy designados
por Boletín Oficial (incluso el cartero local). Quizá
sólo les reste el de alguacil municipal. Todas esas
libertades municipales, base de un verdadero autonomismo
local se han ido perdiendo en nombre precisamente de
«las libertades democráticas recuperadas» y del
«Estado de las Autonomías». Absorbidas por la
Diputación (Foral), hoy «Gobierno de Navarra», esta
nueva centralización ha surgido ¿en beneficio de
quién? Sin duda de los políticos profesionales y de los
partidos cuyo clientelismo se acrece a costa de la
libertad y la autonomía de los pueblos.
Rafael Gambra
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