Estado de las
autonomías
Veinte
años de vigencia del Estado de las autonomías permiten
analizar la naturaleza del mismo y sus consecuencias a
partir de la promulgación de la Constitución de 1978. Y
son esas consecuencias las que obligan a criticar el
presente ordenamiento territorial, propio de un
regionalismo exacerbado y permanentemente reivindicativo
e incluso, en algunos casos, cercano a posiciones
inconstitucionales. El confuso título VIII de la
Constitución debería haber sido el instrumento para una
descentralización del poder y resulta ahora el verdadero
fundamento de la deriva ultrarregionalista que procede
considerar como un paso atrás en nuestro devenir
histórico contemporáneo.
La extensión de la autonomía política regional a todos
aquellos «entes autonómicos» que lo deseasen
pretendía desvirtuar el movimiento regionalista que
existía en el País Vasco y Cataluña. De este modo, la
Unión de Centro Democrático, el partido en el Gobierno,
decidió el famoso «café para todos» con la
aquiescencia del federalizante PSOE. El resultado fue la
creación de 17 «autonomías» que han llegado a
configurarse como 17 mini-Estados con sus poderes
políticos y su burocracia administrativa, fundamentados
en sus distintos y en muchos casos muy discutibles
«hechos diferenciales», manifestados en la existencia
real o forzada de lenguas propias, etnias diferenciadas,
banderas, himnos, costumbres y hasta gastronomías
peculiares. Los ultrarregionalistas del País Vasco y
Cataluña (a los que se están sumando los de Galicia)
rechazan esta homologación «española» y han dado ya
el salto adelante concretado en la llamada «Declaración
de Barcelona». Dicha Declaración no es otra cosa que un
intento de justificar el desprecio de estos nacionalistas
hacia las instituciones políticas de España, desprecio
hacia la misma e incuestionable realidad nacional de
España y que es lo que sustenta materialmente el Estado
constitucional vigente. Proponen los portavoces del
ultrarregionalismo irredentista que se fraccione la
soberanía política del pueblo español (artículo 1.2
CE.), que debemos considerar como una conquista colectiva
resultado de un largo y complejo proceso
histórico-político, y que, en cambio, se dé paso a una
Confederación de Estados soberanos (Cataluña, Euskadi,
Galicia y «el resto») encabezada formalmente por la
Corona como tenue vínculo fácilmente superable en un
futuro no lejano.
El vigente Estado de las autonomías genera una dinámica
de autodestrucción o implosión por la inflación
desmesurada de regionalismo donde las autonomías vasca y
catalana actúan como modelo a seguir por las demás,
ultrarregionalismo que debe ser entendido como la
hipertrofia de presuntos hechos diferenciales de cada
parte respecto del todo, elevados a la máxima potencia,
siendo entonces fuerza centrífuga que tiende a
fragmentar el conjunto unitario, reducido finalmente a
mero símbolo sin sustancia.
El neoeuropeismo, ahora rampante, termina por ser la
excusa final de los grupos políticos regionalistas y que
queda bien expresada en palabras del máximo dirigente
del nacionalismo vasco: «nosotros no queremos ser una
Autonomía (el País Vasco) dentro de otra Autonomía
(España en el marco de la Unión Europea)». Pero la
Unión Europea resulta de la voluntad política de los
Estados soberanos que la componen y no de un inexistente
pueblo europeo soberano. Ni Francia ni Alemania, por
ejemplo, se disolverán perdiendo su soberanía política
en una utópica y delirante «Europa de los cien
Pueblos», sino todo lo contrario, desde su unidad
dirigen ventajosamente el proceso de construcción
europea.
El Estado autonómico-regional, aparte de ser gravemente
oneroso para los contribuyentes (tenemos que mantener a
17 mini-Estados además del Estado propiamente dicho),
resulta negativo si consideramos la amenaza que se cierne
sobre el Estado, es decir, fragmentación del soberano
(el pueblo español) como fundamento de los poderes
políticos. La crítica constructiva, consciente, del
Estado autonómico exige desbrozar un nuevo sendero para
salir del actual estado de cosas y que suponga nuestro
paso adelante en la descentralización del poder estatal.
Ese sendero sólo podremos despejarlo con herramientas
nobles para beneficio de la sociedad civil conformada
histórico-políticamente como Nación Española:
representatividad, descentralización, autenticidad,
participación, soberanía, libertad.
Potenciemos el poder municipal siendo como es el
municipio la entidad político-administrativa más
próxima al ciudadano, el cual participa decisivamente en
la conformación de su órgano de gobierno, el
Ayuntamiento. El ciudadano vive la realidad cotidiana de
la población en que reside como ámbito primero de su
existencia socio-política. Hagamos de la Provincia una
verdadera Comunidad de Municipios, nuestra comunidad
autónoma por excelencia, cuyo órgano de gobierno, la
Diputación, se constituye desde la participación de los
distintos municipios que conforman la Provincia, reunidos
en Juntas Generales (parlamento provincial). La
Constitución determinará las competencias de
Ayuntamientos y Diputaciones, presididos por la
autonomía fiscal de las Haciendas locales capaces de
financiar aquellos servicios (infraestructuras menores,
medio ambiente, sanidad, educación,...) que realmente
requieran los ciudadanos en el marco de un territorio
propio. Poderes locales bajo el control de los
ciudadanos, poderes de dimensiones democráticas viables.
La reformulación de la Provincia histórica como ente
realmente autónomo supondría, desde luego, la
revitalización política, económica y cultural de
tantas capitales de provincia actualmente deprimidas a
causa del nuevo centralismo ejercido por las capitales
autonómicas, seria y efectiva descentralización del
poder. Provincias como León, Segovia, Burgos, Alicante,
Granada, Málaga o Almería han denunciado ya el nuevo
centralismo de Valladolid, Valencia o Sevilla que las
despoja de la facultad de autoregirse, colocándolas en
una situación general de dependencia. De la verdadera
vitalidad de las distintas provincias-comunidades
españolas, dirigidas desde su capital como cabecera
municipal, depende el futuro del actual régimen
autonómico que se ha convertido en multiplicador a
escala regional del centralismo madrileño.
Existen alternativas al vigente Estado de las
Autonomías, la alternativa democrática, representativa
de los ciudadanos y descentralizadora del poder. Debemos
considerar, desde una óptica occidental, la principal de
todas las autonomías, la autonomía personal como
autoconciencia del ser individual, la que hace del
ciudadano un ser responsable, consciente de su libertad,
de su desarrollo personal en su entorno social. A esa
autonomía individual, que exige el reconocimiento de los
derechos individuales, corresponde la autonomía local,
municipal, escasamente onerosa para los ciudadanos,
verdaderamente representativa de los mismos, mucho más
controlable y, desde luego, auténticamente enraizada en
nuestra historia social. Ayuntamientos y Diputaciones
como ejes de la descentralización
político-administrativa, el Poder Municipal junto a los
otros tres poderes básicos del Estado, un paso adelante
a favor del realismo democrático, un peldaño más hacia
una descentralización representativa que robustece, a su
vez, la soberanía nacional.
Ese Estado de autonomías territoriales supone la
superación del actual proceso de descomposición
antinacional a la que nos arrastra la falacia soberanista
del nacionalismo vasco y catalán, ya tan nítidamente
expuesta (Declaración de Barcelona). Autonomía tras
Autonomía siguen o seguirán los designios
autodestructivos de la nacionalidad española, dictados
por ciertos líderes separatistas cuando, además, la
dinámica del presente Estado autonómico corre en su
apoyo. Sólo el pueblo español, en ejercicio de su
soberanía, podrá evitar el actual y penoso taifismo.
El proceso histórico español contemporáneo (siglos XIX
y XX) tiene como punto de referencia la organización de
una sociedad de libertades civiles, políticas,
económicas, territoriales. El Estado constitucional
posee como pretensión esencial la realización de la
libertad personal, la garantía de los derechos
individuales a partir de la asunción de una serie de
principios (comunidad de valores: libertad, igualdad,
justicia, respeto al pluralismo) por el conjunto
mayoritario de la ciudadanía. La identidad entre Estado
constitucional y Estado nacional en el caso español
resulta evidente: España se define modernamente como
Nación en la Constitución de 1812. España como Estado
constitucional moderno supone libertad e igualdad para
todos los ciudadanos, la solidaridad entre todos ellos:
una ley común, un territorio común, de manera que los
viejos privilegios fiscales de tipo territorial, los
antiguos señoríos jurisdiccionales o el caduco
privilegio clerical fueran eliminados para siempre.
Barrido el privilegio territorial, señorial o
eclesiástico e instituida la igualdad jurídica y la
libertad individual, una extensa Nación de ciudadanos
como espacio unitario en lo jurídico, lo político y lo
económico caminaría por la senda de la libertad y la
solidaridad. A eso responde el Estado constitucional como
Estado nacional, superador del regional, Estado en el que
se integran las autonomías territoriales de esos
Municipios y Provincias (las genuinas comunidades
autónomas) que son los verdaderamente históricos
territorios españoles y que, desde luego, responden a
esa tradición nacional-liberal que alimenta al
constitucionalismo español desde sus orígenes. Nadie
puede dudar de la autonomía histórica de las provincias
de Vizcaya, Alava y Guipuzcoa, que conservan la mejor
tradición hispánica de autogobierno fundado sobre las
municipalidades; pero podemos dudar muy seriamente de la
bondad y democraticidad de esa entidad antihistórica,
delirante y xenófoba denominada «Euskadi». Fueron las
Comunidades de Toledo, Segovia y Avila las primeras que
en 1520 se alzaron en defensa de libertades municipales
sólidamente arraigadas en el suelo peninsular,
fundamento de un régimen protoconstitucional autóctono.
El liberalismo español, triunfante al finalizar los
años 30 del pasado siglo XIX, postuló la
constitucionalización (separación y limitación) del
poder, proceso en el que los Ayuntamientos y las
Diputaciones deberían desempeñar una función
representativa de primer orden. Javier de Burgos, a
partir de criterios históricos, geográficos y
culturales, supo interpretar nuestra multicentenaria
tradición municipal-provincial con su célebre y
plenamente vigente división territorial provincial. La
Provincia, comunidad de municipios, instituida como
Comunidad Autónoma plena supondría la culminación del
proceso de descentralización territorial del poder
estatal, haciendo de nuestro país un organismo nacional
de vitalidad uniforme en el que cada comunidad
intermunicipal (la Provincia) disfrutaría de una plena
autonomía administrativa gestionada por una ciudadanía
más responsable y más identificada con su espacio
público.
No es fecunda para nuestro progreso colectivo, nuestra
libertad individual y nuestra convivencia, esta
desdichada erupción de regionalismo radical, amparado en
el desafortunado título VIII de la Constitución,
ultrarregionalismo que aparece como una verdadera
reedición actual de aquel «foralismo» insolidario que
tan negativo resultó para nuestro desarrollo político
contemporáneo. La insistencia en el ultrarregionalismo
político (llamado ahora nacionalismo), debe ser
considerada desde una óptica moderna como una verdadera
retrogradación histórica, un retroceso político y
cultural que tiende a la disgregación territorial y al
fraccionamiento «tribal» de la soberanía
nacional-popular.
Y que esos políticos separatistas e insolidarios no se
amparen más en Europa como justificación de su
pretensión tribal, inconstitucional y dudosamente
democrática. Europa será lo que los pueblos europeos
históricos (franceses, españoles, británicos,
alemanes, italianos...) decidan; una Europa que, a partir
del respeto a la libertad individual y su consecuencia
política, la limitación objetiva del poder, se
conformará muy probablemente como espacio común de
naturaleza confederal, desde la garantía otorgada por
sus consolidados y soberanos Estados constitucionales.
Ramón Peralta
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